L vivía encerrado en su propio cosmos. Era como si su propio mundo le absorbiese y no le dejase ver más allá. Siempre paseaba embobado, fijándose en los minuciosos detalles de cada objeto que se encontraba a su alrededor. Siempre solía estar lejos del mundo real, como si flotase en el interior de una burbuja que asciende poco a poco, alzándose a varios metros sobre el suelo. Y ese era su peor defecto. Su abstracción era tal que las voces de los demás le llegaban distorsionadas, como si las escuchase a través de un vaso de cristal. Sin embargo L, como muchas personas, siempre tuvo miedo de quedarse solo. Ese miedo irracional, sumado a su sentimiento de culpabilidad, a veces le llevaba a comportarse de manera estúpida; era como si siempre se esforzase por construir una máscara, un disfraz escogido estrategicamente para cada ocasión, con el fin de agradar siempre a las personas con las que estaba. L nunca fue él mismo realmente; su pasado y su experiencia anterior le habían enseñado en que su éxito dependía en hacer todo lo posible por agradar a las personas de su alrededor. Era como una bola de plastilina, que se moldeaba para intentar encajar en un sitio o en otro. Pero el comportamiento de L le jugó una mala pasada, y su falta de astucia acabaron por delatarlo. El ser una moneda con dos caras acabó haciendo que se quedase solo y que recurriese a cualquier estratagema para volver a reconstruir ese castillo de naipes inestable que era su vida.
Su disfraz no había sido tan eficaz como él pensaba y ahora se da cuenta de que las cosas le hubieran ido mucho mejor si hubiese sido él mismo desde el primer momento de su vida.
Su disfraz no había sido tan eficaz como él pensaba y ahora se da cuenta de que las cosas le hubieran ido mucho mejor si hubiese sido él mismo desde el primer momento de su vida.
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